Diccionario de la Ciencia y de la Técnica del Renacimiento

LA DESTILACIÓN EN EL RENACIMIENTO


María Teresa Cantillo Nieves

1. MARCO HISTÓRICO-CULTURAL

La floreciente actividad científico-técnica de la España del XVI se refleja en las variadas manifestaciones de la prosa científica renacentista. En ella, no solo se integran los saberes puramente teóricos, como las matemáticas, la cosmografía o la historia natural, disciplinas consagradas a través de una larga tradición histórica, sino que también existen numerosos tratados donde se plasman por escrito los rudimentos de las técnicas o “artes”, dentro de un grupo heterogéneo formado por áreas tan diversas como el arte de navegar, la ingeniería, el beneficio de minerales o la destilación (López Piñero 1999: 20-21).

La resolución de problemas específicos en la obtención de diferentes sustancias a partir de destilaciones provocó que se potenciara el nivel empírico en estos campos, si bien, como señala López Piñero (1979: 42), intentando dotarlos de una fundamentación conceptual que hundía sus raíces tanto en la filosofía natural académica como en formulaciones alquímicas de épocas anteriores.

La técnica invitaba a la experimentación en laboratorios y demás ámbitos de aplicación y certificación de teorías sometidas a la observación personal, y el siglo XVI se convirtió, en consecuencia, en una época crucial para el desarrollo de una tecnología práctica en la que el arte de la destilación ocupó un lugar destacado.

La destilación en este período puede considerarse una técnica que, junto con otras actividades, como el ensaye de metales, la alquimia o la farmacia, formaría parte del actual concepto de química en una época en que esta no existía como tal, si bien estaría insertada de una manera especial en la arcana arte de la alquimia (Crosland 1962: XIV), donde procesos como la sublimación, la calcinación o la digestión eran ya bien conocidos.

El arte destilatoria arrancó en el siglo III de nuestra era, época en que los doctos alejandrinos crearon el alambique, instrumento básico para su ejercicio. A partir de entonces, permaneció sin experimentar apenas cambios hasta la primera mitad del XIX, con la excepción del período humanista que comenzó a mediados del siglo XV, momento en que, gracias a la aparición de la imprenta, se potenció la difusión y aprendizaje de las destrezas destilatorias. Estas culminaron en el XVI con la publicación de los tratados más completos sobre destilación, obra de médicos, boticarios y destiladores (Gago 1998: 318-319).

La figura del destilador, o artífice del arte separatoria, fue, de entre médicos, boticarios u otras ocupaciones relacionadas con la actual química, como ensayadores o mineros, la más próxima a la idea que hoy tenemos de químico, ya que, aunque sus funciones primordiales consistían en la destilación de aguas, aceites y quintaesencias, su trabajo real estaba vinculado a cualquier proceso en que se produjeran reacciones químicas (Portela Marco 1993: 215).

Podemos proponer como escueta definición de esta arte la ofrecida por J. Castillo en su Pharmacopea Universa Medicamenta (1622):

Destilación es con la calor o frialdad, separar las cosas juntas, y juntar las cosas separadas cualquier materia que sea (apud. Lóring Palacios 1993: 588).

Puede entenderse, por tanto, como la obtención de productos mediante procedimientos químicos, y su principal campo de aplicación fue “la preparación de medicamentos, aunque también se utilizó para la fabricación de perfumes y la obtención y conservación de bebidas y alimentos” (López Piñero 1979: 270).

Este término fue utilizado en el siglo XVI en un sentido mucho más amplio que el actual, ya que no solo incluía la separación de los componentes de una mezcla líquida mediante su vaporización, sino también la destilación de sólidos y cualquier otro proceso en el que concurriesen reacciones químicas.

El hecho de perseguir la descomposición de las sustancias en sus cuatro calidades hace que el arte separatoria entronque directamente con las teorías aristotélicas, que defendían la existencia de una materia base de todas las cosas, cuyas cualidades eran el calor, la frialdad, la humedad y la sequedad, y de un quinto elemento ideal, o quintaesencia, que se sumaba a los ya conocidos, el fuego, el aire, el agua y la tierra.

Estas teorías filosóficas sobre la materia fueron recogidas y adaptadas por los alquimistas griegos, quienes pretendieron, a partir de la modificación de las proporciones de las cualidades de los cuerpos, conseguir la transmutación de los metales de bajo precio en oro (Esteva de Sagrera 1991: 30). A este objetivo añadieron, ya en la Edad Media, el “regreso a la materia original de cualquier sustancia” mediante el uso del fuego, que, “en fases sucesivas, hacía salir del vaso las sustancias volátiles, mientras dejaba las partes térreas depositadas en el fondo”, de manera que “la recombinación de los cuatro elementos en equilibrio perfecto conducía a la obtención de un cuerpo no corruptible, llamado elixir” (Rey Bueno 2002: 12).

Poco a poco, los diversos procedimientos químicos, incluida la destilación, fueron considerados susceptibles de ser utilizados en ámbitos diferentes al de la alquimia, aunque es difícil precisar el progreso real de sus técnicas, debido al deliberadamente oscuro lenguaje en que se redactaban los tratados alquímicos.

Con la llegada del siglo XVI esta situación cambió por completo y, aunque la química no era aún una ciencia independiente, sino que continuaba al servicio de la medicina, la minería y otras especialidades, los escritos de los artífices renacentistas muestran, con una exposición clara y detallada de sus métodos, su progreso y las posibilidades de su aplicación en ulteriores avances científicos (Leicester 1967: 106).

La unión quinientista que terminó de emparejar la alquimia con la farmacia química, principal foco de inserción de las técnicas destilatorias, se encarna en la figura de Paracelso, a quien se debe “la conversión de la alquimia en Farmacia, el abandono de la búsqueda de la transmutación de los metales para concentrar todos los esfuerzos en la obtención de remedios químicos” (Esteva de Sagrera 1991: 39).

La importancia que este dio a la iatroquímica, es decir, a la utilización de la alquimia para confeccionar remedios químicos, alteró notablemente las teorías médicas tradicionales. Se enfrentó especialmente a la cautela galenista, defensora de la farmacia vegetal, ya que sus representantes habían evitado el uso interno de sustancias como el mercurio, el antimonio, el plomo o el arsénico por vía oral, por considerar que no podían ser asimilados por el cuerpo humano.

Es en este punto donde se une la alquimia al arte separatoria aplicada a la obtención de remedios químicos: también separando las calidades de las sustancias, incluidos los metales, para obtener sus partes espirituosas, volátiles, desechando las térreas, perjudiciales, sería posible encontrar la quimérica quintaesencia medicinal, capaz de sanar a los enfermos mediante la aplicación de las calidades necesarias para curar cada dolencia.

Este vínculo entre destilación, medicina y farmacia cobró especial relevancia en el complejo ambiente científico que se gestó en torno a Felipe II, al que pertenecieron Francisco de Valles y Diego de Santiago, autores de dos de las obras del arte destilatoria más destacadas de este período.

La relación del monarca con la ciencia se produjo desde su posición como gobernante, con una exquisita formación en la cultura del Renacimiento, pero también como ser humano en constante batalla con la enfermedad y “arcaico en sus concepciones, imbuido en las creencias mágicas y supersticiosas que también forman parte del acervo cultural renacentista” (Puerto Sarmiento 1999: 430).

La actividad científica cortesana se centró entonces en “promocionar y ensalzar la monarquía”, al tiempo que sirvió de instrumento para mantener el Imperio y como “herramienta para procurar la salud de su principal representante, el monarca” (Rey Bueno 2002: 17-18).

Este engarce entre la política del gobierno y el interés personal del rey explica la construcción del jardín botánico de Aranjuez y del gran laboratorio de destilación de El Escorial, que se nutría de las plantas cultivadas en el primero y donde se fabricaron los aparatos destilatorios más importantes, entre los que figura el patentado por Diego de Santiago. En ellos se obtenían quintaesencias y aceites de diversos vegetales y minerales, así como algunas especialidades de la alquimia, como el oro potable, un medicamento elaborado mediante técnicas alquímicas cuyo principio activo era el oro (López Pérez 2017: 4). Este real sitio “llegó a convertirse no solo en un laboratorio famoso por sus aguas y quintaesencias, sino en un centro de gran prestigio para la formación de destiladores y boticarios” (Puerto Sarmiento 2001: 8).

En estas oficinas surgió, en la segunda mitad del XVI, y por expreso deseo del monarca, la figura del técnico destilador. Este adquirió rango oficial al ser designado y contratado por el propio rey, quien contó con destacados destiladores procedentes de diferentes reinos extrapeninsulares, y cuya consagración definitiva se produciría en el reinado de Felipe III (Rey Bueno 2002: 29).

La difusión alcanzada en la Corte de las técnicas destilatorias obligó a Felipe II a promulgar una ordenanza que reglamentara los medicamentos de uso interno obtenidos mediante su práctica, junto a una propuesta de normalización de los pesos y medidas empleados en su elaboración, encargo que hizo a su médico personal Francisco de Valles.

Es en este marco en el que se insertan las obras de los dos autores que a continuación presentamos. Ambos habrían coincidido en estos laboratorios, si bien su adscripción a dos escuelas enfrentadas, la galenista y la paracelsista, hace que no se mencionen mutuamente, con la excepción de la referencia que Valles parece hacer del destilatorio ideado por Santiago, que considera idóneo para la destilación de las aguas por considerarlo fácil, seguro y económico.

2. LAS OBRAS DE VALLES Y SANTIAGO: TRADICIÓN Y NOVEDAD

2.1. FRANCISCO DE VALLES Y LA TRADICIÓN MÉDICA LATINA

El doctor Francisco de Valles es uno de los médicos humanistas que mejor representan el espíritu de este período (Montero Cartelle 1989). Nacido en 1524 en Covarrubias, Burgos, se licenció en Filosofía por la Universidad de Alcalá en 1547, para alcanzar el grado de Bachiller en Medicina, y, finalmente, doctorarse en esta especialidad en 1554.

Desde 1557 ocupó la Cátedra de Prima de Medicina, donde destacaron sus traducciones comentadas de la obra de Galeno, que, junto a la del Corpus Hippocraticum, sirvieron como libro de texto a los estudiantes renacentistas, hasta su nombramiento, en 1572, como médico de cámara de Felipe II y “protomédico de todos los Reinos y Señoríos de Castilla”.

Fue uno de los médicos favoritos del monarca y consiguió ganar un gran prestigio en la Corte como médico y como intelectual, al ocuparse, junto a los también humanistas Arias Montano y Ambrosio de Morales, de la creación y organización de la Biblioteca de El Escorial (Prieto 1986: 336) y de glosar pasajes bíblicos de contenido científico, como hace en De Sacra Philosophia (1587). Puso, además, especial empeño en recuperar el pensamiento de Galeno e Hipócrates a partir de los textos clásicos originales y optó en todo momento por la experiencia y la observación, para lo que “se apoyó de modo sistemático en los datos anatómicos” (López Piñero 1983: 392).

Algunas de sus obras médicas más importantes fueron sus Controversiarum Medicarum et Philosophicarum Comentaria libri decem (1556) y sus comentarios al tratado galénico De locis patientibus (1559). Posteriormente se centró en la obra de Hipócrates, al que termina por convertir en el principal modelo de la práctica médica.

Su perfecta inserción en las directrices del humanismo renacentista se observa en su interés por cuidar todos los aspectos de sus escritos, incluido el léxico, que emplea con precisión, muchas veces añadiendo “el término griego para aclarar el latino o explicarlo, como hacía Cicerón, con una perífrasis” (Montero Cartelle 1989: 29).

En la cumbre de la fama, murió en Burgos en 1592, próximo a los setenta años y con el sobrenombre de “el Divino”, apelativo al parecer dado por el propio Felipe II cuando Valles le alivió los dolores de gota que le aquejaban (Prieto 1986: 336).

Tras su muerte, fue abundantemente citado durante más de doscientos años por médicos de toda Europa, especialmente entre los partidarios de la observación clínica. Estos conocieron su obra a través de las setenta y dos impresiones que se hicieron en diversos países, además de las dieciséis que se reeditaron en España, muestra de la importancia de sus escritos.

2.1.1. El Tratado de las aguas destiladas (1592)

En el Tratado de las aguas destiladas, pesos y medidas de que los boticarios deven usar, por ordenança y mandato de su Magestad y su Real Consejo, publicado en 1592 en Madrid por Luis Sánchez, queda demostrado “el interés manifiesto de la corte filipina por las prácticas destilatorias” (Rey Bueno 2002: 91).

En efecto, en dicho tratado, Valles argumenta a favor de una ordenanza real que reglamentaba los medicamentos de uso interno obtenidos por destilación, así como los pesos y medidas que debían usarse en la farmacia.

Es esta la única obra que el médico burgalés escribe en lengua romance, “porque conviene satisfacer a todos, por tocar a todos, aunque algunas alegaciones se quedarán en latín o griego, porque añade al crédito guardar las palabras formales del autor” (Valles 1592: 3v).

Su carácter erudito se evidencia en las numerosas citas tanto a “modernos doctos”, como Fuchsio, Jacobo Silvio, Matiolo o Fernelio, como a autores clásicos, entre otros, Galeno, Alberto Magno o Vitrubio. Además, sigue a Cronemburgio, aplica las “normas” de Arnaldo de Vilanova y cita la obra De Re Metallica de Georgius Agricola, a quien considera “de los autores modernos con más autoridad”.

En la primera parte de su obra, Valles se centra en la elección del método idóneo para la extracción de las aguas destiladas. Defiende la conveniencia de que los alambiques empleados en su elaboración sean de vidrio, y no metálicos, por corromper los metales las medicinas obtenidas mediante ellos, y recurre siempre a ingredientes vegetales, desechando los remedios minerales. Conviene tener presente que este médico en 1592 era ya un anciano, por lo cual se inserta en las corrientes médicas tradicionales, anteriores al movimiento paracelsista.

Aborda también la conveniencia de emplear en la destilación el calor del baño, frente al uso de la alquitara, para extraer mejor la virtud de las sustancias, pues, “aunque más de espacio, obra más que el fuego, porque va abriendo y laxando poco a poco” (Valles 1592: 7r).

En la segunda parte, reglamenta los pesos y medidas farmacéuticos, que ya habían sido motivo de ordenanzas específicas durante el reinado de los Reyes Católicos y, posteriormente, de Carlos I, para lo que consultó con las principales universidades y médicos de su tiempo (cf. Valles 1592: Ir-v).

De hecho, esta obra “reviste una importancia vital para la metrología farmacéutica de finales del siglo XVI” (Rey Bueno 1992: 567), ya que Valles, al estudiar en profundidad la obra de Galeno, comprobó el desajuste existente entre las dosis y medidas establecidas para sus fórmulas y las que figuraban en los textos salernitanos, que, en consecuencia, habrían de ser desechados. El doctor confirmó los pesos usados no solo por el propio Galeno, sino también por otras autoridades en la materia, mediante copia fiel de sus textos en un depurado latín o en griego, para evitar así cualquier tipo de nueva confusión.

Este tratado refleja en sus páginas, en definitiva, el pensamiento de uno de los máximos exponentes de la tradición médica hipocrático-galénica, hecho que influye también en el léxico que el autor utiliza.

2.2. DIEGO DE SANTIAGO Y EL PARACELSISMO

Los únicos datos biográficos conocidos del “destilador de su magestad” Diego de Santiago son los que dejó impresos en su Arte Separatoria. Nació a mediados del siglo XVI en San Martín de Trebejo, pequeña localidad situada al norte de Cáceres, desde donde se trasladó, debido a su trabajo, a Zamora, El Escorial y Sevilla.

Su paso por El Escorial fue vital en su trayectoria profesional. Anejo a este se había construido, por indicación de Felipe II, un laboratorio de destilación que alcanzó gran prestigio como centro formador, gracias a las estancias que en él realizaron conocidos científicos de la época (Portela Marco 1983: 307).

En estos laboratorios trabajó en los diversos métodos que englobaba la destilación de aquel período y dejó los aparatos que él mismo había ideado y fabricado, entre otros, un ingenio para destilar mediante el empleo de vapor, cuyo uso recomendó el propio Valles y que el flamenco Jean L’Hermite se encargó de plasmar gráficamente en su obra Les Passetemps.

También se debe a Santiago la aportación técnica de realizar destilaciones manteniendo el segundo grado de calor mediante la circulación constante del fluido que el calor aporta, innovación de gran importancia en una época en que no existía la diferencia conceptual actual entre calor y temperatura (cf. Lóring Palacios 1993: 592-601).

A través de su obra se aprecia su inserción en la corriente paracelsista, al abordar la destilación con un carácter farmacoquímico. El artífice cacereño se caracteriza, además, por utilizar la experimentación como principal criterio científico, ya que afirma basarse en sus propias observaciones durante más de veinte años. En contraposición, la ausencia casi absoluta de citas manifiesta un rechazo al criterio de autoridad, del que, por el contrario, hacía gala Francisco de Valles.

Entre los escasos nombres mencionados en su obra se encuentran los de Arnau de Vilanova, Ramon Llull, Johannes de Rupescissa, Paracelso y Wecker, lo que lo vincula a la tradición científica procedente de la alquimia medieval en su vertiente más empírica.

Además del Arte Separatoria, compuso un breve texto de dos hojas titulado Preservativos contra la peste (Sevilla, 1599), de escasa trascendencia científica.

2.2.1. El Arte Separatoria (1598)

El Arte separatoria y modo de apartar todos los licores que se sacan por vía de destilación, para que obren con mayor virtud y presteza, publicada en 1598 en Sevilla, en la imprenta de Francisco Pérez, “no es una monografía más sobre destilación, sino un escrito que desde muchos puntos de vista tiene interés para la historia de la química europea” (López Piñero 1979: 276).

Calificada como “la obra química de mayor envergadura en la España del XVI” (Portela 1993: 228), es realmente original de Diego de Santiago, y no copia o adaptación de otras extranjeras. Su especial relevancia consiste en el planteamiento químico que este técnico hace de los problemas habituales en el arte separatoria renacentista.

En ella, hace “un resumen de sus fundamentos teóricos y una amplia exposición de sus aplicaciones a la preparación de medicamentos y también a cuestiones relacionadas con las conservas, los vinos, el análisis de las aguas, los venenos, etc.” (López Piñero 1979: 276).

El texto revela la mentalidad de su autor respecto a las corrientes teóricas imperantes en la época: por una parte, acepta la concepción clásica de los cuatro elementos, sus concordancias y diferencias y la posibilidad de transmutaciones regidas por influencias celestes, pero, por la otra, sigue los principios paracelsistas, como es propio de un período de transición. Es posible observar también la aplicación de su ciencia con matices propios de la alquimia.

En su opinión, esta arte no debe emplearse con el fin de enriquecerse fácilmente, sino que es de gran utilidad para avanzar en la práctica médica.

Considera que el desconocimiento del arte separatoria por parte de médicos y boticarios puede ser altamente perjudicial, ya que el hecho de no separar las sustancias contrarias a una enfermedad contenidas entre los ingredientes de una receta podría provocar enfermedades aún mayores.

La obra se compone de dos libros con paginación y capítulos diferentes, que se escribirían de forma independiente (cf. Portela Marco 1993: 227). El primero de ellos consta de 62 capítulos y el segundo de 35.

En cuanto al contenido de este tratado, Santiago dedica algunos capítulos a la materia médica o a la forma y calidad de los útiles de destilación; en otros, justifica el arte separatoria y sus aplicaciones y describe los aspectos más técnicos de los aparatos empleados, así como la preparación de las materias primas que se someten a este tipo de operaciones. También se ocupa de otros procedimientos químicos sencillos y de los diferentes tipos de alimentos. Incluso llega a dar consejos sobre la mejor forma de trabajar el vidrio para la fabricación de los vasos y recipientes necesarios para el ejercicio de la destilación.

De este modo, Santiago introduce diferentes conceptos y tecnicismos propios de esta arte, a veces un tanto oscuros o confusos, caso de leve, grave, salso o graso, debido al insuficiente soporte teórico de esta centuria, y explica las técnicas más apropiadas para cada preparación, siempre según su propia experiencia.

En la figura de este artífice contemplamos, por tanto, un paradigma de lo que fue la industria del arte destilatoria en el marco de la Corte de Felipe II, para quien esta práctica terminó convirtiéndose en una nueva forma de preparar medicamentos.

Tal vez fuera esta asociación de la destilación al arte de los boticarios la que frenara en cierta medida un desarrollo mayor de las teorías químicas, doctrinas que vemos plasmadas en este libro ejemplar en esta materia, prácticamente el único en su especie en la España del XVI, y que confiere una idea de progreso químico que, desgraciadamente, se vio truncado en esa época.

5. Referencias bibliográficas

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